Una mañana, de repente, dejó de ausentarse en el día, dejó de usar esos pantaloncillos arriba de la rodilla y camisa blanca; ¡ya no llevaba bulto! Me sorprendí porque ya no pasaba tanto tiempo en su habitación moviendo los dedos sobre esa tabla blanca con botones; comenzó a pasar más tiempo con nosotros y lo que noté después, era algo que no sabía por la naturaleza de los niños. Mamá comenzó a poner unos avisos sobre la nevera y Daniel debía tacharlos cada ciertos momentos del día. Él, comenzó de nuevo a encargarse de mis necesidades básicas. En la mañana, me servía el desayuno y en la noches me daba de cenar siempre a una misma hora.
Esta vez, cada dos veces al día me cambiaba el agua para que estuviese fresca, ¡Como a mi me gusta! Me sacaba a pasear tres veces al día y mamá nos acompañaba los primeros días. Observé que ella era muy insistente al mover las cabezas de un lado al otro para verificar que no vinieran esas cosas rodantes que llevan gente, de hecho papá tiene uno y me encanta subir en él. Cuando nos encontrábamos con otros de mi especie me excitaba un poco al verles, pero Daniel me hacía unas señas para quedarme quieto y no armar una algarabía innecesaria y salir lastimado; al final, aprendí a olerles un breve momento y seguir con nuestro camino.